
Supe camuflarme entre tanto snob y pijo reprimido, navegué entre clones de Audrey Hepburn, entre gafas de pasta, cigarrillos con boquilla y risas insulsas.
La danza era mínima, movimientos insinuantes al ritmo del Ágætis Byrjun de Sigur Ros, todo el rato, cuando terminaba el disco se volvía a poner, era de locos. Mucho humo, mucho Martini y mucha pared de colores. Tras cuatro horas de bostezos y falsas apariencias decidí poner fin a mi inútil estancia, mi experimento había fracasado, decidí probar suerte en el mundillo pero no había nacido para ese “cotarro”, ni siquiera las alabanzas de un fervoroso artista conceptual hacia la obra de Fabio McNamara me habían resultado graciosas. Arrojé las chapas a la ponchera, me rasqué el culo y alcé la voz al grito de: ¡Viva Robert Plant cabrones!
Después de un momento de incertidumbre y silencio, el baile siguió su curso y yo me retiré fracasado y cabizbajo a mi caverna particular. En la oscuridad no pude evitar que una lágrima de felicidad recorriera mi cara cuando Bon Scott me cantaba al oido “Well you ask me 'bout the clothes I wear”. En mi retiro fui feliz, el rock había triunfado.