Llevaba mi cabeza varios días en el candelero, en el centro del huracán, en la inmensidad del insomnio más cruel, absorbido en cuerpo y alma por las canciones de Leonard Cohen y de Nick Drake. ¿Existe una posibilidad, por mínima que sea, de hacer canciones tan preciosas como las que ellos escupían desde su particular Olimpo? La duda me corroía, se convirtió en el centro de mis pensamientos, en mi crisis de moda particular. Decidí vacilar, apartarme a un lado y escuchar las voces de los que me rodean. Todas, en su medida, preciosas. Todas, con sus particularidades, válidas. Y todas, con sus defectos, con un mensaje que vociferar, valga la redundancia.
En esas que llegó el día de San Jorge. Y créanme que poco encontré que fuera más aragonés que el concierto de unos Louisiana en estado de gracia. Carmen París, por ejemplo, a punto estuvo de salir volando por el Cierzo que soplaba en la Plaza del Pilar y en la lejanía que otorga el Puente de Santiago sus gemidos joteros sonaban más a dragón derrotado que a puntal de la cultura aragonesa. En la Plaza de Santo Domingo sin embargo, todo estaba más recogido, más familiar, Mohammed seguía con sus trapicheos viendo a los niños jugar con piedras mientras un grupo de extranjeros rendían pleitesía al recinto teatral, ahora musical.
El concierto de Lousiana marcaba el inicio del Festival SinFronteras, el petardazo cultural que pretende alertar a la masa social de la existencia de mentes pensantes y, sobre todo, creativas. Él llevaba un traje informal, con corbata oscura; ella un vestido rojo con unos zapatos de infarto. Ambos armados con guitarras, una más pequeña que otra. Todos conocemos, o deberíamos, a Louisiana pues llevan ya unos cuantos años dando guerra, perdón, canciones. Y eso fue, quizás, lo más importante vivido en el Teatro del Mercado: las canciones. Un público en un casi criminal silencio siendo todo oídos ante los versos desgarradores de Ana Muñoz perseguidos sin escrúpulos por los espectaculares coros de Luis Cebrián.
Sus influencias son claras pero tan amplias que llegan a un punto común, poético, eléctrico y sincero. Desde la instrumental y bailable El arca de Noé hasta la folclórica y flamenca Al extranjero. Siempre, o casi siempre, apoyados por la batería, el teclado y el violín que acercaba al grupo a sus amados The Arcade Fire. Las palabras de Ana duelen, como el amor que plasmaba La chica del puente que daba un toque más cinematográfico a la cita. Hache Muda, No hay valor, Feliz daño nuevo…los silencios rotundos restaban importancia hasta el bigote de la otrora señorita Manzana (y qué mal suena decir esto pero créanme, le salió un mostacho de repente).
Ellos lo valen, lo luchan y lo defienden en cada encuentro. La ciudad, que en otras ocasiones hace oídos sordos, les aplaude. Han conseguido superar la frontera aragonesa y esparcir sus semillas y sus frutas de Aragón a los oídos de la capital. ¿Qué más quieren? Pues seguramente todo y nada, ellos estaban guapos sonriendo y nosotros agradecidos de poderles doler una vez más. Recuerden que viven en una ciudad inundada de música, tengan cuidado por dónde se mueven esta semana o podrán verses sorprendidos por un acto terrorista, una reforma del Gobierno o peor, un concierto que les enamore.
Stabilito, D.
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