Silent no es un grupo común. Se nota ya no sólo en su música, sino también en su discurso. Es una banda que no ha perdido ni un ápice de la actitud con la que comenzaron hace ya algunos años. He tenido la ocasión de verles en directo en varios escenarios y en conciertos muy separados en el tiempo y he de reconocer que siempre me sorprenden. Y en el concierto del viernes en Cabaret Pop volvieron a conseguirlo.
El discurso del que hablaba es parte indispensable en el devenir de una banda. Hay quienes lo ejercen de manera fija y quienes van cambiándolo cuantas veces haga falta para conseguir unos fines que quizá se vean demasiado lejanos sin el empujón que da ese cambio o transformación. Véanse, por ejemplo, las carreras de U2, David Bowie o, más cerca, Enrique Bunbury. Para Silent las canciones fluyen y los éxitos se suceden, pero el discurso se mantiene intacto. Su sonido “noventero”, su fidelidad al idioma de Shakespeare -que otros muchos han abandonado- y su querencia por las guitarras, podrían ser varios de sus adjetivos.
Había expectación en Cabaret Pop por ver al grupo ya que, si no me falla la memoria, era la primera vez que tocaban ellos solos poniendo precio de entrada, prueba de fuego para cualquier banda y máxime cuando se trata de la primera vez. Y la verdad es que salieron airosos del asunto ya que la entrada no fue mala: unas 100 personas. Salieron al barroco escenario sólo cuatro miembros, ya que se ausentó el teclista Curri por gripe. El grupo comenzó con unos sonidos distorsionados y unos acoples de guitarra a modo de intro para luego continuar con el primer tema de la noche. El sonido, mucho mejor que en otros conciertos en la misma sala, dejaba un poco apagadas las guitarras, ensalzaba el bajo y ponía al descubierto la batería: el gran secreto de Silent. Y es que es una gozada presenciar semejante espectáculo de pasión, técnica y entrega; y el maestro de ceremonias se llama Carlos. Ahí, a modo de ver, radica el secreto para que esta banda esté consiguiendo todo lo que se propone. Es simple, pero es así. El batería es el motor de una banda de rock, el corazón sin el cual el resto del grupo no puede funcionar y en éste su batería le impregna tan suculenta ración de vitalidad y dinamismo a las canciones que es difícil que el espectador no se sienta atraído por ellas.
El sonido del grupo en directo se asemeja al de bandas americanas como Sonic Youth o Smashing Pumkins en sus canciones más duras, pero se adivinan unos guiños curiosos dignos de reseñar. Guiños a bandas británicas de los 90 que parece que son la influencia más cercana y reconocible de estos cinco zaragozanos. Algo de Pulp sobre todo en la melodía, mucho de Suede en la voz, y también Placebo en las guitarras.
La pena es que canciones de su repertorio como la magnífica “Tears” o “Memories” no se pudieron degustar con todo su sabor por faltar el teclado, ya que le impregna a las canciones ese toque sofisticado y elegante que se perdió el pasado viernes. Los flecos finales del concierto los encararon con canciones más rápidas, dejando un poco aparcados los medios tiempos para dar paso a la catarsis final con el cantante tirado de rodillas delante de su amplificador buscando el acople que estremeciera su guitarra y conseguir así la intensidad que buscaba para finalizar la canción. Después, se ocultaron durante algunos minutos detrás del telón que separa el camerino y volvieron a salir para obsequiar al público con otro medio tiempo marca de la casa, intenso y visceral que nos dejó a todos con ganas de más. Y con ganas de ver de nuevo a la banda al completo.
En resumen, una gozada de banda con un discurso quizá no muy original pero sí muy honesto y que hace mucha justicia a ese sonido de hace ya algo más de una década y que sigue muy vigente en muchos circuitos musicales del país y del continente Europeo. Música indie le llamaron. Música hecha con el corazón y con la entrepierna; como siempre, la que más gusta a los que amamos esta forma de vida.
Texto: Alejandro Elías
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